Paradigma: Revista de Investigación Educativa | Volumen 32 (2025) | Número 54 | p. 167-170
PARADIGMA
Revista de Investigación Educativa
Reseña de libro
Aún aprendo. Cuatro experimentos de filología retrospectiva.
I am still learning: four experiments in retrospective philology.
_a,* Benjamín Marín Meneses, bAna Isabel León Fernández
_a benja_marin21@outlook.com. Universidad Autónoma Metropolitana - Iztapalapa, México. https://orcid.org/0000-0002-8131-8082
_b anantrophos@gmail.com. Universidad Autónoma Metropolitana - Iztapalapa, México. https://orcid.org/0009-0007-7114-2881
*Autor para correspondencia
https://doi.org/10.5377/paradigma.v32i54.21536
Recibido: 12 de octubre de 2025 | Aceptado: 12 de noviembre de 2025
Disponible en línea: diciembre de 2025
Artículo de la revista Paradigma: Revista de Investigación Educativa de la Universidad Pedagógica Nacional Francisco Morazán, Honduras. Esta obra está bajo una licencia internacional Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 (CC BY-NC-ND 4.0).
ISSN 1817-4221 | EISSN 2664-5033
Correo electrónico: paradigma@upnfm.edu.hn
Carlo Ginzburg.
Fondo de Cultura Económica. 2021. México. 155 páginas. ISBN: 978-987-719-196-7
Pese a que, en apariencia, Aún aprendo puede comprenderse mejor en el marco de toda la obra de Ginzburg (ya que varios de sus trabajos previos como El queso y los gusanos o Historia nocturna son citados reiteradamente), consideramos posible que el texto tenga un interés más general a todas las ciencias sociales y humanidades. Esto se debe a que el autor no se limita a presentar reflexiones de su propio quehacer historiográfico; más bien plantea metodologías e interrogantes de investigación didácticas que pueden auxiliar a cualquier lector. Por ello, creemos que la obra (enfocada, sobre todo, en la historia y la filología) puede ser de interés para antropólogos, pedagogos, filósofos, lingüistas y sociólogos. En ese sentido, y a manera de esquema interpretativo, proponemos una reseña que explore y profundice en los aspectos más formativos de Ginzburg, en lugar de realizar una exposición puntual de cada apartado del libro. Nos atendremos al capitulado solamente para explorar sus aportes pedagógicos, no el contenido tal cual.
Poco se puede decir de quién es Carlo Ginzburg: historiador italiano, afamado por la microhistoria que popularizó en El queso y los gusanos. En el campo de la historiografía es, quizá, el investigador con más prestigio y reputación hoy en día. En la obra que nos concierne, regresa la mirada a sus libros pasados, para comentarlos en un sentido contemporáneo. Empero, al contener un par de conferencias dictadas en la Pontificia Universidad Católica de Chile, el libro se presenta, también, como una suerte de cátedra, cuyo público estudiantil tiene la posibilidad de encontrar herramientas para sus propias investigaciones.
En el primer capítulo, destinado a hablar de esquemas y preconceptos, Ginzburg no pierde oportunidad para recordarnos lo complicado que es el análisis de las fuentes: incluso la fotografía, pensada como imagen estática, es susceptible de manipulación; desde el Photoshop, hasta el que estas dependan de la inventiva de quien las toma, las fotografías son construcciones que pueden distorsionar la realidad. No obstante, advierte Ginzburg, estos vestigios son merecedores de la lupa del investigador: su propia existencia habla de las condiciones en que fueron producidas y, por ende, nos pueden acercar a entender el mundo del fotógrafo y los intereses que tuvo para apuntar su lente. Lo mismo pasa con cualquier otro tipo de fuente, como libros, archivos, cartas, censos, entrevistas: todas ellas son susceptibles de alteración, pero, en esencia, nunca dejarán de contar una historia relativa a su elaboración. El autor llama a que la dicotomía de verdadero/falso no nos ponga en la situación de desechar los testimonios; su propuesta es que, pese a los prejuicios, veamos en los documentos la oportunidad de experimentar: patentar, modificar o abandonar hipótesis en un ejercicio que ha venido a menos, pero, a su entender, es importante que los incipientes investigadores continúen realizando.
Aunque gran parte del primer capítulo versa sobre el doble ciego y la evaluación por pares, Ginzburg no abandona sus consejos más sencillos de comprender: el investigador debe escoger, como objeto de estudio, aquello con lo que se siente más familiarizado. En su caso lo son los procesos inquisitoriales de los siglos XVI y XVII; por lo que sugiere a los aprendices del oficio que se centren en hechos que puedan controlar. Regresando al tema de las fuentes, el historiador italiano clama por un desapego crítico que busque situar el pasado en perspectiva. Es decir, mantener distancia emocional y profesional de la información con la que se trabaja. A ojos de Ginzburg, el desapego permitirá un mejor manejo de los datos que, al final, se traducirá en una interpretación más pulida de los acontecimientos y en una construcción teórica más sólida. Como agregado, sugiere nunca dejar de interrogar a las fuentes: hacer diversas preguntas dará un abanico amplio de respuestas que podrán comprobar o refutar las tesis formuladas.
En el segundo capítulo, Ginzburg reflexiona sobre su primer libro, titulado Los Benandanti. Lo importante del apartado, sin embargo, no es la cavilación sobre cultos agrarios y la brujería friulana; por el contrario, se entroniza el acto de volver sobre el sendero ya recorrido. El autor sugiere que nunca abandonemos nuestros documentos: a manera de inquietud metodológica, revisar los textos del pasado permite conocer cosas que en el momento de escritura no se tuvieron en cuenta. Así, el investigador podrá sopesar qué tanto del contexto lo influyó; qué tanto de la azarosa labor de historiar lo encaminó por ciertas veredas. La cuestión estriba más allá de actualizar un libro, en una potencial segunda edición: lo que propone Ginzburg es revalorizar la información con la que se trabajó en el pasado, enganchando con la solicitud que culminó el capítulo anterior: hacer nuevas preguntas. Su consideración es que, con un pensamiento madurado, podemos acometer a las fuentes y sacarles un provecho antaño obviado por la juventud o la inexperiencia.
A estas alturas, Ginzburg arroja dos ideas: nunca claudicar en la búsqueda de información porque, aunque en principio infructuosa, puede ponernos frente a documentación nunca atendida; y, más importante, prestar atención a las llamadas fuentes secundarias. Es muy probable que otros investigadores ya tengan conocimiento de nuestros temas o hayan elevado paradigmas analíticos para estudiarlos. Es necesario revisar lo dicho por los demás, no buscando el error en sus postulados y la primicia en los propios: es más fructuoso, en lugar de desprestigiar trabajos de antaño, situarnos en el debate teórico-metodológico y aprender de los logros, pero, sobre todo, de los fallos.
El tercer capítulo es una especie de respuesta a las críticas a Historia nocturna. No obstante, Ginzburg no se limita a defender su libro; en cambio, da pistas de cómo emprender una investigación histórica (que se puede ampliar a otras disciplinas): encontrar un referente que inspire al estudiante (al joven Ginzburg lo motivó Marc Bloch y Los reyes taumaturgos); hallar una corriente de pensamiento a la cual suscribirse o con la cual debatir (en su caso fue el estructuralismo); y reconocer los giros que el devenir traiga a la investigación. Aceptar las críticas abre las puertas al conocimiento de nuevos autores y conlleva a realizar preguntas distintas. Aunque suene reiterativo, continuar interrogándose es el cimiento más grande del aprendizaje.
Entrando en una extensa hermenéutica de la obra de Saussure, Ginzburg insta a que se discutan aquellos pasajes polémicos de los textos y se cuestionen las tesis elaboradas por terceros (respecto a las características del documento original): el primer borrador de los Cursos de Saussure tiene un fuerte contenido antisemita (equiparando a los judíos con parásitos y usureros). Estudiosos posteriores han intentado ocultar o restarle responsabilidad al lingüista suizo, argumentando que su redacción fue forzada por su padre. En estos casos polémicos, Ginzburg mira la posibilidad de desacralizar a los autores (en sentido nietzscheano, llevarlos a su crepúsculo, no considerarlos infalibles) y hacer algo más interesante: una genealogía de los motivos que llevaron a Saussure al antisemitismo. En otras palabras, no censurar los dichos del lingüista; sino analizar el discurso y encontrar en él atenuantes para investigaciones novedosas.
De los cuatro capítulos, el último es quizá el más ilustrativo en la cuestión didáctica; Ginzburg se sincera sobre los escollos enfrentados al redactar su libro más reciente: Nondimanco y lo que él categoriza como caso y casualidad. El caso es aquello que puede ser analizado; la casualidad es el azar que conduce algunas investigaciones. Ginzburg ejemplifica, con su propia vivencia, ambos conceptos. De joven, tenía un caso que le interesaba sobremanera: la brujería campesina. Su revisión de libros y archivos le permitió encontrarse, por casualidad, con dos incidentes emblemáticos que dirigirían la microhistoria italiana: el de los benandanti y el juicio a Menocchio (protagonista de El queso y los gusanos). Sin tener un caso primordial que le despertara el ímpetu por conocer de hechicería agraria en la región del Friuli, Ginzburg no hubiera podido encontrar la documentación para representar las anomalías campesinas que fueron entendidas como brujería. Dicho de otra forma: sin tener una meta que alcanzar, su trabajo de archivo no le hubiera permitido encontrar juicios inquisitoriales que ahora son clásicos en la historiografía.
Ginzburg reitera, en este capítulo, la importancia de la casualidad: en la indagación aparecen libros o archivos que, en primer momento, no eran apetecidos pero que, con el paso del tiempo, se vuelven fundamentales en la construcción de una investigación. En sus palabras, la casualidad permite al historiador deshacerse de la tentación por confirmar las hipótesis que ha patentado; la casualidad, aparecida como un documento no previsto, conduce a la suprema instancia de la investigación: la revisión filológica. Es decir, la revisión de los propios paradigmas, por un lado; y el contraste de los resultados, por el otro. Ginzburg ambiciona que los jóvenes no demeriten al azar, sino que lo deseen. Porque las buenas investigaciones no están sólo hechas de virtud: la fortuna es una compañera innegable.
Cuando leímos Aún aprendo, por cuestiones de casualidad, lo hicimos a la luz de la vela. Nos encontramos alejados de casa, en medio de un trabajo de campo. Fue una elección, fortuita, la que nos hizo sacar del librero el manuscrito de Ginzburg y hacerlo nuestro acompañante. Sin luz eléctrica, ni internet, a causa de un huracán, pudimos discutir los sentidos más prácticos de la obra, mismos que hemos intentado desglosar en estas páginas. A usanza de una expresión que se ha puesto de moda, llegamos a una conclusión común: Aún aprendo es una carta de amor a los estudiantes, como nosotros, de ciencias sociales. Su lectura ha hecho eco, desde entonces, en las investigaciones que llevamos a cabo. Pocas críticas se pueden hacer a lo escrito por el gran microhistoriador; si acaso cabe alguna, es de corte editorial: muchas de las referencias son imposibles de encontrar. Textos nombrados por Ginzburg son citados en idioma original y sería conveniente que los editores señalen la dificultad de hallarlos.
En suma, desde la metodología usada para redactar esta reseña (atendiendo los menesteres didácticos), el libro puede ser considerado como una inspiración. Sería grato y de utilidad prolija que los docentes en humanidades (al menos aquellos que enseñan metodología de la investigación) tuvieran a este texto como uno de cabecera: de las manos de Ginzburg y sus cuatro experimentos, aprendimos a ser mejores historiadores y antropólogos. La letra guarda en sí una potente capacidad educativa.